Contar con un plan de gobierno es importante para cualquier partido político que aspira a llegar a gobernar. Contar con una idea mínima de todo lo que planean hacer es mejor que llegar completamente a ciegas, tal como ha sucedido a más de un gobierno en la historia reciente del país. Un plan de gobierno ayuda a los votantes a comprender mejor las diferencias entre las opciones políticas en contienda más allá de las diferencias ideológicas, cuando las hay y son significativas. Un plan de gobierno debidamente estructurado permite a los electores evaluar de manera más certera la factibilidad de las promesas de campaña, que por su naturaleza estrictamente publicitaria no pasan de ser puro ornamento retórico.
Un plan debidamente estructurado debería “aterrizar” las promesas de campaña y priorizar los problemas que se pretende resolver durante la gestión. Para cada propuesta identificar la población beneficiaria; dimensionar el impacto esperado sobre las condiciones de vida de la población; establecer qué tan efectivos son los mecanismos escogidos para eliminar las causas raíz del problema; cuantificar el costo de las intervenciones públicas; identificar los riesgos asociados; y establecer criterios para evaluar el éxito o fracaso del quehacer gubernamental.
Para quienes estén poco familiarizados con los procesos de planificación pública (o privada) este listado de condiciones podría parecer exagerado. Sin embargo, no es así. La improvisación no debería tener lugar dentro de la función pública. Sobre todo, dado que incluso cuando se han preparado bien las intervenciones, algunas veces no se alcanzan los resultados dado lo difícil que resulta lidiar con problemas de extrema complejidad, los límites al conocimiento y la incertidumbre en toda empresa humana. Casi nunca los planes de gobierno de los partidos llegan al nivel de detalle mencionado antes. Tampoco hace falta, podrían argumentar los expertos en mercadeo político. Los votantes no son expertos en planificación, presupuestación y gestión pública para demandar ese tipo de detalles. Quizás tengan razón, si lo que interesa es solamente sumar votos. La prueba de esto es el superficial uso de las redes sociales en las campañas políticas. Rara vez queda bajo la responsabilidad de los mercadólogos políticos hacer funcionar la maquinaria estatal; hasta los políticos con menos luces y con peores intenciones comprenden bien que se necesitan otro tipo de habilidades para ejercer esta función. Por tanto, aunque un plan de gobierno no sea estrictamente necesario para ganar una elección, su existencia y calidad son importantes para evaluar qué tan seriamente están los partidos encarando el desafío de hacer gobierno.
Un plan debidamente estructurado debería ‘aterrizar’ las promesas de campaña y priorizar los problemas que se pretende resolver durante la gestión.”
Aún contando con un plan de gobierno perfecto, es tan fuerte la inercia existente dentro de la maquinaria estatal que puede resultar muy difícil, sino imposible, moverla hacia otra dirección. Para principiar, todo nuevo gobierno hereda un presupuesto del gobierno anterior; presupuesto que no necesariamente está alineado con los objetivos de quienes recién llegan al poder. Heredan también planes operativos anuales, planes operativos multianuales, planes estratégicos institucionales, estructuras presupuestarias, compromisos financieros ineludibles, personal afín al gobierno anterior, cultura organizacional y prácticas burocráticas profundamente enraizadas. Todo se puede cambiar. Sí, pero toma tiempo y no es fácil. Suponiendo, claro está, que se quiere actuar dentro de lo que manda la ley; que quienes ocupan los puestos públicos conocen el “teje y maneje” de las tareas que deben realizar; que los marcos normativos existentes permiten reorganizar la cosa pública; y que no existen restricciones políticas.
No se trata de ser en extremo pesimista, sino realista. Desde hace un buen tiempo el sector público guatemalteco se caracteriza por su reducida capacidad para hacer funcionar la maquinaria estatal de manera efectiva y honrada para proporcionar bienes y servicios públicos valiosos para la población y mantener el orden social; es decir, se caracteriza por reducida capacidad institucional, administrativa y burocrática para desempeñar sus funciones y satisfacer las necesidades de los ciudadanos (lo que se conoce como State Capacity en la literatura especializada.1
Mientras no se reformen los marcos normativos generales que rigen el funcionamiento del sector público y los específicos que rigen los procesos clave dentro de la función pública, el aparato estatal puede servir para cualquier propósito, menos para atender las necesidades de la población. Tener esto claro ayudaría a la población a entender que del “dicho al hecho hay mucho trecho” y no caer víctimas de “cantos de sirena.”
El lector interesado puede consultar obras como: Evans, P., Rueschemeyer, D., & Skocpol, T. (Eds.). (1985). Bringing the State Back In. Cambridge University Press, y Levi, M. (1988). Of Rule and Revenue. University of California Press.