Plumazos del domingo 22 de octubre de 2023
Apuntes de historia y política de José Luis Moreira y Javier Calderón Abullarade.
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¿Cuántos años más de un Estado contrainsurgente?
José Luis Moreira
En un ensayo titulado “Reclaiming a Revolution: Memory as Possibility in Urban Guatemala,” incluído en el volumen editado por las historiadoras Julie Gibbings Heather Vrana por nombre Out of the Shadow: Revisiting the Revolution in Post-Peace Guatemala (2020), Betsy Konefal hace un esbozo histórico de la significancia política y cultural de la celebración del día de la Revolución en Guatemala a lo largo de más de cincuenta años. La óptica empleada por Konefal tiene un valor didáctico importante: a través del cambio de actitud que el Estado tuvo hacia las remembranzas y celebraciones del 20 de octubre, se evidencia la transformación progresiva del Estado guatemalteco a un Estado contrainsurgente a partir del golpe de Estado de 1954.
Calificar de “contrainsurgente” a la lógica política e institucional del statu quo en Guatemala podría parecer un anacronismo, al admitir que toda la actividad política bélica cesó en gran medida después de los Acuerdos de Paz. Sin embargo, el término "estado contrainsurgente" no se refiere a un conflicto armado activo, sino a una serie de prácticas y estructuras que persisten en la sociedad guatemalteca. Esto ha quedado a la luz del mundo en los recientes intentos de socavar los resultados de las últimas elecciones en Guatemala. Es la lógica contrainsurgente precisamente la que racionaliza el intento actual de intervenir los resultados de las elecciones y romper el orden constitucional.
Hay diversos elementos que dejan en evidencia la continuidad del proyecto contrainsurgente. Un estado contrainsurgente busca mantener un control político absoluto, y la intervención en elecciones se convierte en el recurso último. Aquellos considerados subversivos o rebeldes se enfrentan a tácticas que incluyen el fraude electoral, la manipulación de votos, la prohibición de partidos o candidatos específicos y la coacción de votantes. El objetivo es claro: asegurarse de que las elecciones produzcan resultados que sean de utilidad para el estado y sus intereses, incluso si eso significa socavar la voluntad del pueblo.
Este deseo de control político se fortalece aún más cuando se trata de preservar a las élites en el poder. Los estados contrainsurgentes suelen estar vinculados a élites políticas, económicas o militares que buscan mantener su control y privilegios. La intervención en elecciones se convierte en una herramienta que garantiza que estas élites continúen dominando la escena política y protegiendo sus intereses.
“El objetivo es claro: asegurarse de que las elecciones produzcan resultados que sean de utilidad para el estado y sus intereses, incluso si eso significa socavar la voluntad del pueblo.”
La intervención en elecciones a menudo incluye la difamación de candidatos u oposición, la promoción de teorías de conspiración y la creación de dudas sobre la legitimidad de los actores políticos que desafían al estado. Estas tácticas debilitan a la oposición al hacer que la población dude de la credibilidad de los actores políticos que se atreven a desafiar al estado.
Los estados contrainsurgentes suelen recurrir a la represión y la persecución política para sofocar a la oposición. Esto puede incluir la detención de líderes políticos, la censura de medios de comunicación y la prohibición de reuniones y manifestaciones públicas. La intervención ilegal en elecciones es una extensión de esta estrategia para debilitar a los opositores políticos y mantener el control sobre la narrativa.
La violación de derechos humanos es un otro elemento que aumenta la gravedad de la situación. La intervención ilegal en elecciones a menudo implica la violación de derechos humanos, como la represión de la libertad de expresión, la detención arbitraria de opositores y la violencia contra manifestantes y disidentes. Estas violaciones son un marcador distintivo de un estado contrainsurgente dispuesto a utilizar la fuerza y la represión para mantener su control. Por otra parte, en un estado contrainsurgente, los actores estatales que intervienen ilegalmente en elecciones rara vez enfrentan consecuencias legales por sus acciones. Esta impunidad perpetúa el ciclo de abusos y debilita el estado de derecho, ya que aquellos en el poder quedan sin supervisión ni control.
El ensayo de Konefal también revela que una de las tantas tragedias de la contrainsurgentización del Estado radica en que todas las problemáticas y económicas (que eventualmente alimentan el perfil de actores y movimientos sociales disidentes) quedan en pausa para dar paso al empleo de recursos públicos para perseguir la operativización de la contrainsurgencia desde el Estado. ¿Cuántos años más?
La muerte de las utopías
Javier Calderón Abullarade
Desde a de la disolución de la Unión Soviética, en la década de 1980 agentes progresistas de la KGB ya se habían dedicado a crear fondos ilícitos y a mantener una red de contactos con los que pudieran seguir compitiendo en contra de Occidente, -sin el modelo comunista- especialmente en contra de los Estados Unidos de América. Y, aunque el repentino colapso de la Unión a principios de los noventa los tomó por sorpresa, algunos miembros de este grupo de agentes de seguridad fueron capaces de retomar el control del Estado e integrar sus intereses a los del gobierno. Como narra Catherine Belton en su libro Putin’s People, esto les permitió a estos miembros de la KGB eliminar a sus competidores y a su competencia política y comenzar una campaña de financiamiento de partidos políticos y agrupaciones de extrema derecha e izquierda que desestabilizan a Occidente.
Estas actividades de desestabilización política no son distintas a las que cualquier ruso podría estar llevando a cabo en Guatemala. Pero, regresando al tema de mi artículo, una mala lectura del mundo y de Rusia, ligado a mitos sobre lo que la rusia postsoviética debería de ser, hicieron que el proyecto de Putin se estrellara en contra de las paredes. De esta forma, la creencia de que los Estados Unidos y Europa querían destruir a Rusia, junto con una idea indefinida sobre sus límites en Europa del este, justificó la invasión de Chechenia (1999), Georgia (2008), Crimea (2014) y el resto de Ucrania desde 2014 y con más fuerza en 2022. Además, la creencia de que los ucranianos los iban a recibir con los brazos abiertos y que un gobierno basado en lealtad y corrupción, y no en mérito y servicio, podrían facilitar una invasión exitosa a gran escala hicieron que el Kremlin subestimara su posibilidad de éxito en Ucrania. Pero, desde el día uno de la invasión las creencias de Putin se toparon con las balas de los ucranianos.
Sin embargo, lejos de buscar destruir a Rusia, la dependencia europea del gas y los hidrocarburos rusos y su desinterés en invertir en una carrera armamentista, junto con el deseo de Trump de retirar a los Estados Unidos de la OTAN, pusieron a Occidente en su condición militar más débil. Pero con el liderazgo del presidente Biden se logró convertir a la OTAN en una fuerza formidable y más poderosa que antes y con una nueva política de defensa en contra de la agresividad rusa. Además, la subestimación de los ucranianos y la sobreestimación de la capacidad de las agencias de inteligencia y del ejército ruso hicieron que desde el primer día las fuerzas de ucrania humillaran a los rusos y que les propinaron alrededor de medio millón de bajas, entre las que se cuentan alrededor de 300,000 muertos, además de las pérdidas de equipo y los ataques dentro de territorio ruso. Además, lejos de ser un par de las “grandes potencias” del mundo, la guerra ha demostrado que Rusia es una potencia de segunda categoría ante los Estados Unidos y China y que este último, a pesar de los discursos de amistad y apoyo eterno, ha preferido limitar su apoyo al Kremlin.
¿Y todo esto para qué? Para crear una utopía pos-soviética en la cual Rusia sería una vez más un imperio euroasiático, a la par de China y de los Estados Unidos de América, controlado por la fuerza y la corrupción y por medio de la religión ortodoxa como sustituto del liberalismo occidental; y ello bajo el dominio de sus fuerzas de inteligencia, cuyos intereses serían y son los mismos que los del Estado, y en cuya cabeza está un presidente autocrático. Lo único que queda en duda es por qué este sistema mantiene la fachada de una democracia electoral. Tal vez la respuesta está en la vanidad de Putin y en la preferencia de una democracia de mentiras, la cual está conformada por un electorado temeroso y fragmentado, en el cual no hay ninguna organización ni oposición por parte de la sociedad civil. Cuando Putin le dio demasiado poder a una organización, como fue la empresa militar Wagner, su líder casi llegó con sus tropas hasta Moscú y puso en jaque su poder.
“¿Y todo esto para qué? Para crear una utopía pos-soviética en la cual Rusia sería una vez más un imperio euroasiático, a la par de China y de los Estados Unidos de América, controlado por la fuerza y la corrupción y por medio de la religión ortodoxa como sustituto del liberalismo occidental.”
Irónicamente hoy la última carta de Putin es que Trump pueda participar y ganar las elecciones presidenciales del próximo año. Solo Trump puede eliminar el financiamiento para la protección de Ucrania y dejar que el proyecto imperial de Putin y sus hombres “gane”. Pero, aunque ganaran la guerra, el costo ha sido medio millón de muertos, la destrucción de la inversión internacional en Rusia, la estatización de sus recursos estratégicos, la casi destrucción de su industria gasífera, el incremento de la corrupción y del abuso de las autoridades, la caída de Rusia a un país de tercera categoría, el despilfarro de las rentas públicas en una maquinaria de guerra ineficiente y que se destruye cada día, la fuga masiva de cerebros y la incapacidad de competir en las industrias espaciales y digitales.
Pero Rusia tenía otra opción antes de Putin: convertirse en una democracia liberal. Este fue el camino que siguieron casi todas las ex-repúblicas soviéticas. Posiblemente fue un error de los líderes europeos y estadounidenses creer que la integración de los mercados rusos a los mundiales sería suficiente para que el país se volviera democrático, mismo error de comprensión que se cometió con China. Tal vez el equívoco fue de los actores liberales que no supieron cómo crear las bases para una sociedad civil más activa y fuerte. O pudo haber sido que la culpa es de la familia de Yeltsin por haber caído en corrupción y haberle dado el poder a la KGB y a Putin para salvar el pellejo. El resultado es que la guerra de Putin mató a su utopía y a la de los liberales y hoy lo que queda es un imperio que, como los anhelos de Putin, está retrocediendo hacia el pasado.