¿Cuántos años más de un Estado contrainsurgente?
José Luis Moreira sobre el legado de persecución después de la revolución.
En un ensayo titulado “Reclaiming a Revolution: Memory as Possibility in Urban Guatemala,” incluído en el volumen editado por las historiadoras Julie Gibbings Heather Vrana por nombre Out of the Shadow: Revisiting the Revolution in Post-Peace Guatemala (2020), Betsy Konefal hace un esbozo histórico de la significancia política y cultural de la celebración del día de la Revolución en Guatemala a lo largo de más de cincuenta años. La óptica empleada por Konefal tiene un valor didáctico importante: a través del cambio de actitud que el Estado tuvo hacia las remembranzas y celebraciones del 20 de octubre, se evidencia la transformación progresiva del Estado guatemalteco a un Estado contrainsurgente a partir del golpe de Estado de 1954.
Calificar de “contrainsurgente” a la lógica política e institucional del statu quo en Guatemala podría parecer un anacronismo, al admitir que toda la actividad política bélica cesó en gran medida después de los Acuerdos de Paz. Sin embargo, el término "estado contrainsurgente" no se refiere a un conflicto armado activo, sino a una serie de prácticas y estructuras que persisten en la sociedad guatemalteca. Esto ha quedado a la luz del mundo en los recientes intentos de socavar los resultados de las últimas elecciones en Guatemala. Es la lógica contrainsurgente precisamente la que racionaliza el intento actual de intervenir los resultados de las elecciones y romper el orden constitucional.
Hay diversos elementos que dejan en evidencia la continuidad del proyecto contrainsurgente. Un estado contrainsurgente busca mantener un control político absoluto, y la intervención en elecciones se convierte en el recurso último. Aquellos considerados subversivos o rebeldes se enfrentan a tácticas que incluyen el fraude electoral, la manipulación de votos, la prohibición de partidos o candidatos específicos y la coacción de votantes. El objetivo es claro: asegurarse de que las elecciones produzcan resultados que sean de utilidad para el estado y sus intereses, incluso si eso significa socavar la voluntad del pueblo.
Este deseo de control político se fortalece aún más cuando se trata de preservar a las élites en el poder. Los estados contrainsurgentes suelen estar vinculados a élites políticas, económicas o militares que buscan mantener su control y privilegios. La intervención en elecciones se convierte en una herramienta que garantiza que estas élites continúen dominando la escena política y protegiendo sus intereses.
“El objetivo es claro: asegurarse de que las elecciones produzcan resultados que sean de utilidad para el estado y sus intereses, incluso si eso significa socavar la voluntad del pueblo.”
La intervención en elecciones a menudo incluye la difamación de candidatos u oposición, la promoción de teorías de conspiración y la creación de dudas sobre la legitimidad de los actores políticos que desafían al estado. Estas tácticas debilitan a la oposición al hacer que la población dude de la credibilidad de los actores políticos que se atreven a desafiar al estado.
Los estados contrainsurgentes suelen recurrir a la represión y la persecución política para sofocar a la oposición. Esto puede incluir la detención de líderes políticos, la censura de medios de comunicación y la prohibición de reuniones y manifestaciones públicas. La intervención ilegal en elecciones es una extensión de esta estrategia para debilitar a los opositores políticos y mantener el control sobre la narrativa.
La violación de derechos humanos es un otro elemento que aumenta la gravedad de la situación. La intervención ilegal en elecciones a menudo implica la violación de derechos humanos, como la represión de la libertad de expresión, la detención arbitraria de opositores y la violencia contra manifestantes y disidentes. Estas violaciones son un marcador distintivo de un estado contrainsurgente dispuesto a utilizar la fuerza y la represión para mantener su control. Por otra parte, en un estado contrainsurgente, los actores estatales que intervienen ilegalmente en elecciones rara vez enfrentan consecuencias legales por sus acciones. Esta impunidad perpetúa el ciclo de abusos y debilita el estado de derecho, ya que aquellos en el poder quedan sin supervisión ni control.
El ensayo de Konefal también revela que una de las tantas tragedias de la contrainsurgentización del Estado radica en que todas las problemáticas y económicas (que eventualmente alimentan el perfil de actores y movimientos sociales disidentes) quedan en pausa para dar paso al empleo de recursos públicos para perseguir la operativización de la contrainsurgencia desde el Estado. ¿Cuántos años más?