Constitucionalismo comparado para la esperanza
José Javier Gálvez sobre el ejercicio del derecho.
Investigador en materia de derechos humanos, seguridad y justicia
Quizás estamos viendo el problema demasiado cerca.
Un refrán popular reza: en ocasiones, los árboles no dejan ver el bosque. Ilustra cómo la atención centrada en un problema específico puede desviarla de un panorama más complejo, pero que puede tener perspectivas alentadoras. Un ejemplo claro es el de la cancelación del partido Semilla; un caso judicial confuso y desprolijo que a primeras resulta sumamente desalentador porque, independientemente de nuestras afiliaciones y sentires políticos individuales, el balance final parece ser que el poder es capaz de limitar el ejercicio de nuestros derechos siempre que le resulten incómodos.
Partamos de ahí: la cancelación de un partido hoy puede blandir el mismísimo argumento con el que mañana se cancelen empresas, organizaciones de sociedad civil, universidades. Basta voltear a ver a nuestro vecino Nicaragua, que en esa línea ha hecho estragos con la libertad de asociación, de industria, de propiedad.
No es nada descabellado pensar que la cancelación de un partido político, en los términos tan cuestionables en los que sucede a Semilla—e.g. la utilización de los mecanismos de la ley contra la delincuencia organizada y la negación de acceso al expediente y del derecho de defensa— es una afrenta a nuestros derechos colectivos. A los derechos de quienes no estamos afiliados al partido, de quienes no comulgan con sus principios, incluso de quienes votaron directamente en su contra.
En todo caso, esa desalentadora perspectiva puede provocar un sentimiento de desesperanza: poco podemos hacer, más que resignarnos al apocalipsis de libertades que se avecina. Sin embargo, ese árbol que hoy se incendia puede evitar que veamos el bosque completo: las redes que hoy abanderan la cruzada antidemocrática no son las primeras ni las únicas en el mundo que buscan cancelar un partido para evitar el ejercicio del derecho a asociarse políticamente. Y, sobre todo, esos intentos no siempre funcionan.
En la cuestión de constituciones y represiones comparadas, propongo la lectura de How constitutional rights matter, de Adam Chilton y Mila Versteeg. Los autores examinan en qué medida incluir un derecho en una constitución mejora el respeto por ese derecho en la práctica. El análisis incluye un profuso estudio de constitucionalismo comparado que abre un panorama global sobre la capacidad de los ciudadanos de ejercer sus propios derechos y la de los gobiernos de reprimirlos.
De la lectura del libro podrían esgrimirse algunas conclusiones clave: por un lado, que los derechos individuales, como la libertad de expresión, son más propensos a violaciones que los derechos colectivos, como el de formar partidos políticos. Además, que la inclusión de un derecho en la constitución brinda una protección adicional al derecho, haciendo sistemáticamente más difícil para el poder la concreción de estos ataques a los derechos. La explicación es que, mientras más se requiere de organización colectiva para el ejercicio de un derecho, más fácil es para quienes lo ejercen enfrentar problemas de coordinación —estar de acuerdo cuando hay una transgresión del poder hacia los derechos— y problemas de acción colectiva —cooperación entre agentes para resolver un problema común. Ahí, tanto la delimitación normativa del poder a través de la constitución —que implica mecanismos legales para defenderse— como la organización colectiva juegan un papel fundamental.
En esos términos, la existencia de la persona jurídica de los partidos políticos—entiéndase, del reconocimiento de sus derechos y obligaciones— permite a los ciudadanos el ejercicio adecuado de las actividades torales de los mismos: les habilita a participar en actividades políticas, y en casos como el de Guatemala, es requisito para optar a cargos públicos.
Dicen además que “cuando los partidos de oposición protegen sus propios intereses, no sólo promueven el derecho a formar partidos políticos en un sentido estricto sino la democracia en su conjunto.” No resulta extraño que el centro de la actividad antidemocrática reciente en Guatemala tenga dos pilares: la cancelación del partido político Semilla, i.e., del ejercicio del derecho; y la reversión del resultado electoral, i.e., del resultado de la materialización del ejercicio del derecho.
Guatemala es el árbol que se incendia en el bosque.
De acuerdo con el CIRI Human Rights Data Project, la autodeterminación electoral en Guatemala obtuvo un puntaje de cero entre 1982 y 1986 —los gobiernos de Ríos Montt y Mejía Víctores—, lo que indica que la posibilidad de ejercer el derecho a través de elecciones libres era prácticamente inexistente. Aunque los datos abarcan sólo hasta 2011, no se registró otro período en la era democrática con un puntaje tan bajo. En la mayoría de años, el puntaje se mantuvo en dos, es decir, que la participación política fue libre y abierta, y los ciudadanos tenían derecho a la libre determinación mediante elecciones justas, a excepción de 1987, 1990 y 2008, donde se registraron ciertas limitaciones en la práctica del ejercicio del derecho.
Esto quiere decir que, aún con sus matices e imperfecciones—y en medio de una profunda crisis democrática que lleva ya algunos años de agravarse—la posibilidad del ejercicio de los derechos políticos a través de la autodeterminación electoral ha sido una realidad materializada en la práctica, quizás en parte porque, como proponen Chilton y Versteeg, el derecho a formar partidos políticos está protegido a nivel constitucional, y porque su ejercicio colectivo permite la movilización y defensa organizada.
Aunque la situación de Semilla no es única a nivel internacional, es alarmante en el contexto guatemalteco. La defensa de los derechos políticos depende más de la ciudadanía que del partido afectado. La esperanza radica en el uso de mecanismos legales y la movilización ciudadana para enfrentar estos ataques. Un poder judicial independiente es crucial, pero la Constitución sigue siendo una herramienta vital para resistir, que es nuestra única opción, y aunque las estrategias puedan debatirse, la creencia en la posibilidad de actuar no es negociable. El retroceso democrático debe detenerse urgentemente, y este momento es clave para ello.
“La defensa de los derechos políticos depende más de la ciudadanía que del partido afectado. La esperanza radica en el uso de mecanismos legales y la movilización ciudadana para enfrentar estos ataques.”
Evaluar el panorama completo puede ser sensato. Este caso paradigmático podría resultar en una victoria para la democracia si sabemos evaluar con sabiduría otras experiencias con las que alumbrar el escenario que hoy está oscuro.